jueves, 20 de enero de 2011

La naranja, el guisante y la rosa

Del libro EL ARTE COMO OFICIO (Bruno Munari)



¿Puede establecerse un paralelo entre los objetos proyectados por el diseñador y los producidos por la naturaleza? Algunos objetos naturales tienen elementos en común con los objetos proyectados: ¿Qué es la cáscara de una fruta sino el «embalaje» de dicha fruta? Hay varios tipos de embalaje para cada tipo de fruta, desde los cocos a los plátanos. Además, podría razonarse sobre algunos objetos natu­rales en el idioma del diseño y descubrir cosas interesantes.

Naranja

El objeto está formado por una serie de continentes modulados en forma de tajada, dispuestos circularmente en torno a un eje cen­tral vertical, al cual cada elemento apoya su lado rectilíneo mientras que todos los lados curvos, vueltos hacia el exterior producen, en el conjunto, una suerte de esfera. El conjunto de estas tajadas o gajos está envuelto en un emba­laje bien caracterizado, tanto desde el punto de vista de la materia como del color: bastante duro en la superficie externa y revestido con un acolchado mórbido interior, de protección entre el exterior y el conjunto de los continentes. Todo el material es de una misma naturaleza en su origen, pero se diferencia oportunamente en cuanto a la función.

Cada continente, a su vez, está formado por una película plástica, suficiente para contener el jugo pero bastante maniobrable en la descomposición de la forma total. Cada gajo se mantiene unido por un adhesivo muy débil. El embalaje, cual hoy se hace, no ha de de­volverse al fabricante, sino que se puede tirar. Cada gajo tiene exactamente la forma de la disposición de los dientes en la boca humana, por lo cual, una vez extraído del embalaje, puede apoyarse entre los dientes y, con una ligera presión, romperlo y extraer su jugo. Los gajos contienen, además del jugo, pequeñas semillas de la misma planta que engendró el fruto: un pequeño home­naje que la producción ofrece al consumidor en el caso de que éste quisiera tener una producción personal de tales objetos. Obsérvese el desinterés económico de semejante idea, y, por el contrario, la liga­zón psicológica que se forma entre consumo y producción: nadie, o muy pocos, se pondrán a sembrar naranjas, pero el ofrecimiento de esta concesión, altamente altruista, la idea de poderlo hacer, libera al consumidor del complejo de castración y establece una relación de confianza autónoma recíproca. La naranja, por esto, es un objeto casi perfecto en el que se encuentra la absoluta coherencia entre forma, función y consumo. También el color es exacto; azul sería enteramente equivocado.

La única concesión decorativa, .si así puede decirse, es la bús­queda «matérica» de la superficie del embalaje, tratada como «piel de naranja». Acaso para recordar la pulpa interna de los gajos. A veces, un mínimo de decoración, perfectamente justificado, puede ser admitido.





Guisantes

Píldoras alimenticias de diversos tamaños, confeccionados con estuches bivalvos muy elegantes en forma, color, materia, semitrans­parencia, y cuya apertura es notablemente sencilla.

Tanto el mismo producto, como el estuche y el adhesivo derivan todos ellos de un único origen de producción. No hay aquí elabora­ción de materiales diversos, que hayan de ser montados luego en una fase final de acabado, sino una programación del trabajo exacta, ciertamente fruto de un trabajo de equipo.

El objeto es monocromo, pero con sensibles variaciones de tono. Esto le da un aspecto apenas sofisticado, pero que afronta también el gusto de los consumidores más alejados de una: cultura actual. El color es un verde, cierto verde conocido con la denominación po­pular de «verde guisante», color bastante bien calculado desde el inicio de la producción y que no ha sido cambiado hasta hoy. Este color ha determinado influencias cromáticas incluso en la moda y en el equipo, en torno a los años veinte y treinta de este siglo. La forma de las píldoras es bastante normal aunque parezca haber habido preocupación por variar su diámetro; lo que más resalta por su originalidad, ya la vez por la simplicidad de construc­ción, es el estuche. Se compone de dos elementos iguales y simétri­cos (como es usual al proyectar en la actualidad por razones de eco­nomía productiva), cóncavos en la medida necesaria para contener las píldoras de las cuales tienen la impronta, tanto de la forma como del número y situación. Los dos elementos quedan unidos de un modo perfecto (hay que tener en cuenta que están expuestos fre­cuentemente a la lluvia) por un adhesivo que desarrolla doble función; como bisagra blanda del lado más corto y como simple adhesi­vo en el lado más largo. Manteniendo el estuche entre los dedos índice y pulgar y haciendo una ligera presión con ellos, el estuche se abre de arriba abajo dejando ver todas las píldoras bien alineadas por orden de tamaño. Una característica típica de esta producción es la variación en la serie. Problema muy discutido en varios congresos mundiales de proyectistas: cada variación posible aumenta las posibilidades de venta, a condición de que las condiciones del producto sean siempre las mismas. En el caso de la producción de guisantes se halla una excesiva variación: se pueden hallar en el comercio continentes de docenas de píldora, , de diez, ocho, siete, etc. hasta dos ya veces de un solo guisante. excesiva variación, en definitiva, es cierto desperdi­cio. ¿Quién comprará un solo guisante y lo exigirá en su continente? Es obvio. Con todo, desde hace miles de años este producto sigue siendo producido de este modo; el consumidor no hace caso de este detalle. Sea como fuere, es posible que esta excesiva variación sea el resultado de un error en la búsqueda de mercado, hecha ciertamente antes de decidir tan gran producción, y en uso hoy todavía por negli­gencia burocrática.




Rosa

Una concepción racional de la función social del diseño indus­trial no puede sino renegar de la producción, por otro lado muy difun­dida, de objetos en absoluto inútiles para el hombre. Objetos nacidos no se sabe cómo, con fines ligados sólo al más trivial sentido de la decoración, gratuitos e injustificados, si bien, en ciertos casos, formalmente coherentes. Sábese, con todo, que la cohe­rencia formal por sí misma no basta para justificar objetos produci­dos sin un análisis previo de las posibilidades del mercado. Uno de estos objetos es la rosa. Objeto de inmensa producción (verdaderamente caótica y desor­denada, en la cual la economía productiva no se toma en considera­ción para nada), formalmente coherente y agradable en el color, de matices vivos, cálidos todos ellos, con los canales de distribución de la linfa bien calculados y distribuidos con precisión excesiva también en zonas que están ocultas a la vista, pétalos de elegante curvatura (piénsese en un Pininfarina, mientras su cáliz recuerda la línea Veni­ni 1935), la clara disposición alternada de las hojas dentadas con ner­vaduras visibles; no son elementos suficientes para justificar un objeto de uso tan difundido. ¿Cómo puede un consumidor, con intereses aún no diferenciados, apreciar semejante objeto? ¿Y por qué las espinas? ¿Para crear cierto suspense o para crear un contraste entre la suavidad del perfume y la agresividad de esos artilugios? Grosero contraste en absoluto apre­ciado por los consumidores de artículos de precios mínimos. Por ello, es un objeto absolutamente inútil para el hombre. Un objeto que sólo sirve para ser mirado, o, al máximo, para olerlo, parece ser, de otro lado, que hoy la producción ha lanzado al merca­do rosas sin perfume), objeto sin justificación, objeto que invita al trabajador a pensamientos fútiles. Objeto incluso inmoral.

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